En los
tiempos que vivimos, asistir a un concierto es como vivir un pequeño
milagro. La cultura ha sido señalada como uno de los cabezas de turco de
la pandemia, un dudoso honor que no se merece, sobre todo si nos
basamos en conciertos como el de Enric Hernàez
en el Barnasants, con un Casinet d’Hostafrancs que ofrecía todas las
condiciones y más para poder disfrutar de la velada con comodidad,
distancia y seguridad.
Pero hablemos del protagonista de la noche. Enric Hernàez lleva más de 40 años siendo una rara avis
en el panorama de la música catalana. Desde su estancia en Brasil, allá
en la mitad de los 80, el cantante y compositor, más intérprete y
músico que mero cantautor, ha sabido conjugar su querencia por las
sonoridades brasileñas con el rock, el blues y el jazz, creando un
collage musical propio e intransferible.
Su carrera podría
resumirse en el tránsito de lo acústico a lo electrónico para volver, en
los últimos años, a una sonoridad acústica cada vez más despojada de
aderezos. Así se nos presentó en su actuación, solo y con una preciosa
guitarra Godin como único acompañamiento. Actuando en distancias cortas,
fiándose de sus propias capacidades, sin otros músicos con los que
defender su repertorio, que es como se conoce a los auténticos artistas.
Lo
mismo podemos decir de la selección de canciones. El recurso fácil para
un intérprete que lleva cuatro décadas sobre los escenarios es la
mirada complaciente al pasado. Eso le permite establecer puentes con la
audiencia de sus inicios y compartir la añoranza por esos años de
juventud en los que la música fue la banda sonora, obviando la
decadencia actual.
Nada de eso pasa con Hernàez. En su actuación
presentó un repertorio que intercalaba viejas composiciones con otras
rabiosamente actuales, compuestas durante el confinamiento y que se
miraban de tú a tú con las canciones de añadas muy anteriores.
Y
ya que he hablado de añoranza, me permito intercalar un apunte
biográfico para situar cómo empezó mi conocimiento de la música de Enric Hernàez.
Lo conocí en la extinta Radio Minuto, en la que también sonaba gente
como Michael Franks y Billy Joel y que me expandió las fronteras
musicales en mi tierna adolescencia. Por esos recuerdos, por esa
añoranza, canciones como Una foguera de Sant Joan en ple gener o Massa están grabadas en mi mente como los anillos en los troncos de los árboles.
La
primera sonó en el concierto, aupada por los coros bienintencionados de
los presentes. La segunda no, probablemente porque sea más difícil
despojarla de su sonido de banda. Pero, como he dicho antes, también
mostró nuevas piezas, como Sóc l’estrella que brilla, Nadja o Les trompetes de Jericó, una plegaria contra Trump.
Así
que el concierto no fue una mirada hacia atrás, sino panorámica. Es ya
éste uno de los grandes méritos a destacarle. Y otro, la calidad y
calidez de las interpretaciones. La bella e inconfundible voz de Hernàez
sigue emocionando. Seguro que no llega a los agudos de su juventud, y
canta de forma más íntima, pero su voz continúa siendo un instrumento
privilegiado, un lujo para el oído.
Y hablando de privilegiados, así es como nos sentimos al marchar del Casinet. Lástima que Hernàez siga siendo una delicatessen
cuando la calidad de su producción e interpretación merecerían un
reconocimiento mucho más mayoritario. Pero éste es el mundo en el que
habitamos.